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30 diciembre 2009

Detrás del Telón

Por: Iván

Termina un año y en medio de un período de crisis, en el teatro no hay excepciones, ni nada parecido. Corresponde, o es la moda recurrente al final de cada ciclo, hacer un recuento de los aciertos y fracasos del período anterior, y entonces los medios se colman de menciones y opiniones siempre incompletas y por demás caprichosas e injustas y... ¡nada! Casi todos quedarán insatisfechos, y... volverán a transcurrir trescientos sesenta y cinco o treinta y seis días, si el que viene bisiesto, y los cultores de lo que sea harán anuncios o promesas y se esforzarán por permanecer presentes en las carteleras, no importa tanto cómo sea.

Pero no estoy en ese “mood”. Perdónenme.

Creo que fue Juan Bosch quien dijo, o por lo menos fue a través de él que lo escuché (debo comprobar este asunto), que “un pueblo que desconoce su historia está condenado a repetirla una y otra vez”, o algo así. Y fuere quien fuera que concibió esa frase o mejor aún ese concepto, dio sonora y definitivamente en el clavo.

¡Ese es nuestro caso!, y a él me refiero este 30 de diciembre, porque quiero ser más amplio aunque menos preciso, con la intención de aportar algo, ¡créanme!

La irresponsable opinión de que todo esta bien o de que se está haciendo lo que es posible por el teatro es víctima o culpable de una falsía que no sé si prefiero que sea producto de la ignorancia que de la mala intención. Ambas opciones son trágicas.

Muy poco se hace para remediar esa concepción de velada escolar revestida de exóticos disfraces, para paliar esa cerrazón de isla abandonada en un territorio isleño, sí, pero tan pequeño.

Las provincias intentan romper las fronteras del subdesarrollo; pero la capital se regodea en su estúpida ignorancia.

La escuela de teatro de Bellas Artes y la facultad de lo mismo en la UASD enseñan teorías de las que aparecen en los libros o, peor, de las malinterpretadas y periclitadas experiencias foráneas, sin ni siquiera tratar de enraizarlas o por lo menos adaptarlas: localizarlas y enriquecerlas, en fin.

Las nuevas generaciones y las no tan nuevas, como tales, no han sido beneficiosas; poco han aportado. Los éxitos de los no viejos, algunos muy notables y loables, son producto del talento, la creatividad y la inteligencia individualizada e individualista que la naturaleza dona a los hijos de este promontorio que bañan un mar, un océano y por los vientos y la mona, en dos canales. La aptitud natural, no la educación. ¡Tengan esto claro!

¿Y por qué digo esto?... Porque estoy convencido, porque me he informado, porque lo sé: no hay conocimiento de nuestro acerbo y, en consecuencia, no se guarda respeto por lo que somos; porque las nuevas generaciones de estudiantes y de profesores no conocen nuestra esencia y lo que hemos logrado. Porque se atreven a decir que no tenemos un rostro. Y excúsenme el de arriba y hasta mis pacíficas afiliaciones franciscanas: ¡espero que Dios NO los perdone!

Y mejor no referirse a las altas esferas oficiales, a quien deseo y espero dedicarles espacio aparte, sin que tenga que intervenir una caprichosa división de tiempo.

Continuaré en las próximas entregas refiriéndome a nuestra historia e incidencias escénicas para poder contribuir a una mejoría substancial de éste nuestro arte. Mientras tanto, felicidades, a los que las merezcan y a los demás, también. Créanme que mis deseos son los mejores para todos.

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